Sólo palabras (y sí, lo pongo con tilde)

La primera vez que la vi no podía creerlo, ella hablaba de luz, de especulares reflejos, de volar, de eternidad. Habló, obviamente, del desafío que suponía su existencia para la razón y la cordura. Habló del silencio y hablo en silencio. No parecía una mujer de mucho divagar, más bien parecía que siempre iba directa al centro de la cuestión. Estaba seguro y, como el tiempo demostraría, tenía razón sólo podía ser una cosa. Una única cosa. Una vampiresa.

Su piel era firme, carente de arrugas y muy blanca, era como ver un folio moldeado con la más preciosa forma imaginable. Los intrincados bucles azabache de su cabello le daban un majestuoso contraste y resaltaban de forma misteriosa aquellos ojos de color indeterminado. No os equivoquéis, no es que aquellos ojos no tuviesen color, nada más lejos de la realidad, era simplemente que al fijar la mirada en ellos y prestar atención te transportaban a ignotos lugares de ensueño, a inexistentes mundos o a terribles infiernos, era por tanto imposible adivinar si eran de un color en concreto, de todos o de ninguno.

Me costó mucho entenderlo. Aquella primera vez que la conocí me daba por muerto. Había descubierto una criatura de los tiempos antiguos y ella a buen seguro no iba a permitir que me fuera tan felizmente ahora que conocía su secreto. Error. Como sucede con las cosas que no son ni están, muchos rumores son poco acertados. Sí, era una vampiresa, ella misma me lo había confesado, pero tenía algo diferente, algo que nunca se había asociado a este mito. Ella no comía sangre. Comía palabras.

Cada libro al que clavaba sus afilados colmillos quedaba blanco como su piel y no era otra cosa que la tinta de dichos libros lo que daba el color azabache a su cabello, cuanto más hablaba más canas le salían, de ahí el porqué de su parquedad de palabras. Cada palabra que oía se guardaba en alguna parte de su perfecto cuerpo, preparada para ser consumida. Eso sí, siempre mantenía una reserva, en ella guardaba las palabras más bellas y nunca se alimentaba con ellas, residían allí esperando ser pronunciadas, y así, cada sutil frase que asomaba a sus labios era más poema que frase.

Esta era una raza que desde aquel día deseo que se extienda. ¡Muérdeme!

La mansión de los Button.

La luz de la vieja lámpara parpadeaba insistentemente con clara intención de apagarse para siempre, esto hacía de la habitación una titilante y tétrica penumbra. Las purpúreas cortinas danzaban al son del gélido viento que se colaba por la rendija de la ventana ululando con la suavidad de la muerte.

Jules avanzó en la oscuridad y el silencio, este último sólo roto por los crujidos tenues de los tablones carcomidos del viejo caserón de la familia Button. El rastro de sus pisadas quedaba marcado en el polvo del suelo y de la eternidad. Sin duda aquel polvo llevaba allí tanto tiempo como la más vieja de las almas del cementerio exterior. Si le hubieran pedido a Jules que dibujase el más terrorífico escenario que su mente pudiese imaginar, al lado de aquella mansión ese dibujo habría parecido un claro lago transparente con unicornios bañándose bajo un arco iris.

Jules siempre se había considerado un hombre valiente y escéptico, conocedor de la realidad, sin embargo había algo en aquella casa que le ponía la piel de gallina. No sabía el que era, si bien era cierto que no era especialmente encantadora y tendía a siniestra no había nada que le llevase a pensar que allí había algo que temer. De hecho, más bien todo lo contrario, era como si no hubiese algo que sí debería haber. Conocía bien las historias que corrían sobre aquella mansión, las había estudiado a fondo y como experto tasador debía comprobar su veracidad antes de ponerla en venta, más si cabe teniendo en cuenta que su próximo propietario sería el nuevo alcalde. Dicho alcalde había sido elegido en las votaciones más corruptas conocidas en aquel nórdico pueblo. Irónicamente se decía que votaron hasta los muertos.

Nada más poner Jules el primer pie en la habitación, la vieja bombilla dio su último estertor y quedó en la sombra para no volver a iluminar jamás. Jules se acercó a la ventana dejando que sus dedos rozasen las antiguas estanterías de la biblioteca mientras avanzaba, sentía su ruda textura plagada de astillas y se empapaba de la sabiduría que emanaban, la sabiduría de una eternidad, la sabiduría que contenía más de una vida impresa en centenarias hojas de papel.

Retiró las cortinas y dejó que se filtrase mansamente la luz de la luna, atravesando los ennegrecidos cristales. El sonido de viento le estaba poniendo nervioso así que cerró bien la ventana y el silencio que cayó sobre él al cesar el ruido del viento le hizo estremecer. Casi lamentó haber encajado tan bien el postigo. El rayo de luz que surgió de su linterna dio algo de paz a su acelerado corazón y ya, más calmo, se dedicó a tomar medidas y a valorar las muchas antigüedades que poblaban la estancia. Bustos atemporales, muebles esculpidos por los más refinados ebanistas, tapicerías de época y polvo de la era. Por más que se hubiese calmado, por más que hubiese desaparecido el absurdo sentimiento de temor que anteriormente le había sobrevenido, aún seguía notando que allí faltaba algo, que no había algo que debía estar. Repasó su inventario una y otra vez pero no fue capaz de encontrar nada significativo y de nuevo el silencio y el crujido inerte de los tablones comenzó a hacer mella en su coraje. Desistió.

De pronto, cuando ya se disponía a volver a su cuarto, escuchó un fuerte chirrido en el exterior. Casi complacido por la ruptura del apabullante silencio se acercó a la ventana raudamente. Sólo vio un viejo y oxidado columpio meciéndose furiosamente al son del infernal viento. Por unos segundos se encontró hipnotizado observando el columpio y las lúgubres lápidas tras él, observando la noche tras el velo de suciedad del ventanal. Así permaneció un tiempo indeterminado.

Una roca del tamaño de un puño le sacó de sus meditaciones. Rompió la ventana y le golpeó en la sien. Jules trastabilló varios pasos hacia atrás chocando estrepitosamente contra las ciclópeas estanterías y fue a dar de bruces en el suelo. Tras él, precipitado por el impacto, un libro cayó aparatosamente sobre sus manos. Presto sacó de nuevo su linterna y alumbró el tomo, “La mansión de los Button” se titulaba. Había leído escasas tres páginas cuando se dio cuenta que ya había encontrado lo que faltaba en aquella habitación. Aquel mamotreto contenía la sabiduría de más de una vida impresa en centenarias hojas de papel, contenía mucho más que una vida, contenía su vida. Jules no era más que un libro que antaño quedó cerrado.