Dentro del laberinto.



Tengo que salir.

No sé muy bien dónde estoy. Todo es confuso. Parece un laberinto de sombras, plagado de rincones tenebrosos y rebosante de noche. Un exiguo retazo de una mente rota. Las paredes son frías, con un tacto áspero y desapacible. Cuando me acerco a ellas, un terrible vacío me inunda el pecho, una gélida nada, un viento iracundo portador de canciones funestas y risas abyectas.

Algunas veces, tras incontable tiempo deambulando por los angostos corredores, con los pies descalzos y descarnados, encuentro un recóndito remanso de calor. Las sombras se desvanecen por un momento y todo se funde en una artificial, pero agradable amalgama de vapores etílicos y nicotina. Las paredes se derrumban o mejor dicho, simplemente se esfuman, como si nunca hubiesen estado ahí. Entonces y sólo entonces, allá, en lontananza, se vislumbra la salida del intrincado laberinto. No es más que un trémulo brillo en el horizonte, una utopía que ha ganado cierta consistencia y materia, un pequeño punto intermitente que, aunque a ciencia cierta sé que existe no consigo enfocar bien.

Cada vez que veo la salida me dirijo hacia ella, siempre cauto, con pasos vacilantes, temiendo que se evapore, que desaparezca detrás de una invisible brisa perfumada. Sé que puede pasar, ya lo he visto antes. Parece que el camino está despejado, sin obstáculos, pero es mentira y lo sé, siempre, inflexiblemente, me acabo topando con un espejo, un espejo tremendamente familiar. Lo recuerdo de antaño, enmarcado en el verduzco negro de la obsidiana bien pulida. Antes, al otro lado, siempre había un caballero, de yelmo de dragón negro y espada de doble filo. Ahora no. No hay ya caballero ni espada ni obsidiana, ni tan sólo está enmarcado. Sólo es un trozo de espejo arrancado de cuajo de un tormento aguado y sempiterno, aun así lo reconozco y es el mismo espejo de siempre. Una ninfa oscura habita ahora en él e imita mis movimientos, obvio, es un espejo. Sin embargo, tiene vida propia, se puede ver en el hálito de sus ojos.

El espejo no se puede rodear, siempre permanece al frente, no sé bien cómo lo hace, pero siempre está ahí, justo delante. La primera vez que lo vi me dio miedo que me impidiese llegar hasta la salida, pero no es así, creo que sólo aparece para recordarme mis debilidades y temores. Se atraviesa con simplemente seguir andando, pero una vez lo has atravesado, al volver la vista atrás se ha ido, ya no sigue ahí. No estoy seguro, pero creo que se convierte en una luna amarilla, redonda y perfecta. La luna nunca se puede ver hasta entrar en el espejo.

Es posible que sea por la aurea luz, pero bajo sus cálidos rayos la salida parece más tangible, más cercana, más real. Asiento los pies, calmo los temblores y centro los ojos. Ando hacia allí, existe la posibilidad de que ni siquiera ande, simplemente me desplace navegando entre el tibio y turbio aire. Mientras, la luna va descendiendo, lenta, pero inexorable. Siempre llega al horizonte cuando parece que ya queda poco para alcanzar la meta. Entonces la luna, quizá jocosa o quizá apenada te devuelve la mirada con la frialdad del acero caliente y todo desaparece. La luna. La salida. La calidez. En un parpadeo, en un suspiro, en un insignificante, pero significativo instante vuelven los muros de sombra y hiel. Otra vez estoy perdido buscando la salida que siempre se va o que, quizá, jamás llegó a ser. “Debí andar hacia el otro lado”, suelo decirme, “la salida sólo era un reflejo en el espejo y en realidad estaba a mi espalda”, me repito, pero siempre caigo en la trampa.

Es posible que algún día la encuentre ya que, cuenta la leyenda que hubo un tiempo en que no se iba con la luna.