Láser y edad

Escasos diez meses han transcurrido desde que eufóricos, mi grupo de mentalmente colegiales amigos y yo (dime con quien andas...) descubrimos las excentricidades ocultas de los “laser games”. Estos suntuosos juegos son desarrollados en salas más oscuras que las cuentas del ayuntamiento de Marbella, repletas de laberínticas e intrincadas paredes, más altas y más bajas, agujeradas y sin agujerear, con un solo rasgo común, un color fosco que adereza el ambiente con la más variopinta colección de hostiazos contra ellas.
El juego por su parte consiste en colocarse un chaleco con sendos círculos luminosos (y fosforitos) en pecho y espalda, digno de Ágata Ruiz de la Prada y asir con cuanta fuerza permitan las sudorosas manos una pistola láser al más puro estilo “V”. Una vez equipado te arrojan al sinuoso y mentado laberinto con el fin de que dispares a cualquier luz que se mueva y que no sea de tu mismo color, sexo o religión, ¿cómo creían ustedes, intrépidos lectores, que había empezado Hittler sus andanzas? Si aciertas al incauto que osó ingenuo cruzarse en tu camino te recompensan con diez puntos, si por contra yerras y el disparo acaba sobre uno de tus compañeros de equipo pierdes cinco puntos. Así va el mundo, ante la duda dispara, siempre hay más que ganar que que perder.
Con esta finalidad pasas veinte minutos saltando y corriendo como un descosido, entre hostiazo contra la pared y pistoletazo en el ojo y acabas sudando más que Zidane en el minuto ochenta y siete y luchando por respirar entre los estertores mortuorios que recorren tu espalda animados por el esfuerzo sobrehumano, o al menos sobreabuelos. Y cuando por fin, exhausto y al borde del infarto terminan los veinte minutos recuerdas apesadumbrado que justamente has ido hoy jueves por la suculenta oferta del 3x2 y claro, ya que has ido... En conclusión láser y edad son conceptos reñidos.
Y ya había concluido (de sacar conclusiones, no de acabar, que sois más cortos de entendederas...) esto cuando me encontré, hace escasos días en la playa con unos amigos que como yo portan la veintimuchas primaveras en estas tierras baldías, tras hacer las cosas propias de la vejez como nadar y bucear un poco acabamos en la orilla haciendo, ya no un castillo sino un simple muro de arena que parase la furia marina en su glorioso esplendor, así pues levemente modifiqué mi conclusión a la ulterior, la seryedad no existe.
PD: Sólo matizar que la edad algo si aporta, y realizamos susodicho muro con una combinación letal de algas y arena, pacientemente aguardamos a ver como se derrumbaba, pero para nuestro estupor esto no sucedió antes que se agotase nuestra paciencia, así marchamos. Dos días después volví a la playa en cuestión, aún pisado en el centro de su estructura, ahí seguía, en pie, en la orilla, entre niños y olas, inamovible, enhiesto, grandioso. Para que digan que ser ingeniero no sirve para nada.

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